Negrita cursiva

03 setiembre 2006

El limpiador de La Pasiva

Antes de que supiéramos por míster Z que La Pasiva no hacía bien los deberes de los números, mucho antes de eso cuando Rivera y Larrañaga empezó a ser mi barrio, yo decía a quien quisiera escucharme que en esa esquina donde el bar cambiaba de dueño a cada rato, que estaba lleno de mesas pero no de gente, lo único que iba a funcionar iba a ser una Pasiva.
Asi que cuando pusieron el cartel sonreí con satisfacción de Toto da Silveira cuando dice "Lo dijimos desde un principio", el destino se había dado cuenta dónde tenía que dirigir sus pasos.
Dejé de envidiar a los vecinos de Rivera y Soca, que podían ir caminando a tomarse una cerveza tirada.

Pero había algo, o mejor dicho alguien que sin saberlo empañaba un poco el sueño de barrio con Pasiva propia.
Cuando volvía de noche a casa, tarde, madrugada, veía al limpiador trabajando, colocando las sillas arriba de las mesas, fregando el piso, nada fuera de lo común.
Por alguna razón inexplicable verlo me producía angustia, no se si algo de su rostro, su forma de mirar, algún conflicto en alguna vida anterior. No lo sé.

Al venir del centro en un sesenta, por ejemplo, en la parada de Luis A. De Herrera miraba automáticamente para ver si lo veía, fuera la hora que fuera.

Un día Yaco, que nunca fue de dormir 4 horas seguidas, estaba mas inquieto que de costumbre. Decidimos dar una vuelta en la noche calurosa, y ya que estamos nos tomamos una cervecita dijimos. Serían algo más de las dos de la mañana. La cosa es que éramos los últimos clientes y los mozos tienen su forma de decirte que quieren cerrar.

En eso llegó el hombre de la limpieza, que pasó por al lado y me miró por un momento al pasar. Nada especial, pagamos y nos fuimos con el carrito y míster Y durmiéndo plácidamente. Pilar me dijo de quedarnos un rato en los bancos donde estaban la fuente y los juegos infantiles. Elegimos la que quedaba mirando hacia el chorrito, asi que pude ver trabajar al hombre, de puro masoca que soy. Quería comprobar que efectivamente, el efecto no se iba por insistir.

Asi que nos levantamos y fuimos despacio, cruzamos Presidente Oribe, y a la media cuadra le dije a Pilar de parar, traté de explicar lo que me pasaba con esta persona, pero no me salía nada coherente, y la angustia acumulada devino en llanto estrepitoso, ante su mirada incrédula.

Y ahí se cortó la cosa. Nunca más lo ví.

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